Sabine

Relato verídico

Como todos los domingos, Sabine ha madrugado para ir en busca de pan recién horneado. La gran ciudad está en calma. El sol aún no despunta, pero la niña puede ver cómo la parte más alta de un edificio de cristal está al rojo vivo, como si ardiera con luz propia. Esa brasa aérea la encandila, y le hace cerrar los ojos e inclinar la cabeza… Da un paso vacilante, y por un momento el aroma del pan que porta con sus dos manos la embriaga. Dilata las aletas de la nariz, sonríe, y pronto recupera el ritmo ágil de su andar. Camina erguida y con ligereza. Viste una pollera azul floreada, y una camisa blanca de cuello redondo. Oye algo como un retumbo, y una vaharada de aire caliente le embiste la cara, y sus rizos rubios flotan un instante; esto le provoca una sensación de ingravidez placentera que la lleva a impulsarse levemente con la punta de su pie izquierdo, y saltar tres baldosas… Cae con levedad sobre la punta de su pie derecho, y luego continúa avanzando, risueña y grácil, sosteniendo en sus palmas el lingote de pan recién amasado, y como recién sacado del horno de la tierra. Sabine lo porta de ese modo (como si fuera una ofrenda), porque le place sentir el peso del pan en sus manos, y cuando lo alza apenas, con disimulo, para mejor inspirar su aroma, experimenta —acaso sin saberlo—, un regocijo maternal.

Llega a la plaza, y en vez de tomar el camino empedrado que cruza el espacio verde, avanza por el césped, y sus zapatos blancos se empapan con el rocío matutino. El frío en los pies la lleva a oprimir gozosamente el pan tibio contra su pecho. Caminar por el césped mojado y blando es para Sabine como dejarse calar por la lluvia; es un sentimiento de plenitud inenarrable; es la reconciliación amorosa entre el cuerpo y la naturaleza madre. Y Sabine siente, además, por el agua, un amor fraternal: su diafanidad, su frescura, su fragilidad, la conmueven. Cuando va al mar en verano, se ama a sí misma, y no hay un momento en que sienta soledad o hastío: su sangre se reconoce en el vaivén de las olas, y sus ojos, en el verde marino. En la alfombra de oro de la arena, sus huellas brillan ni bien ha pasado su pie ligero, hasta que el agua que reverberó un instante en el hueco es reabsorbida por la playa sedienta.

Sabine vuelve en sí y se detiene. Sí, ya no puede evitarlo, se quita un zapato, el otro; luego las medias, y con una sonrisa contenida, prosigue descalza su camino. La plaza es para ella un jardín. El cartel de «Prohibido Pisar el Césped» no la inquieta: ella no pisa ahora el césped, simplemente, anda por él; la diferencia es sutil, pero ella la comprende demasiado bien, aun cuando no sabría explicarla; la comprende, y eso es todo. También sus pies, como el césped, están desnudos, indefensos. Hay cierta inocencia en el caminar con los pies desnudos; hay algo de angélico. Sabine cree pesar menos. Su andar es silencioso. Se mueve como con humilde sigilo… Sí, a Sabine aquel letrero la tiene sin cuidado, no ha sido escrito para ella, y la niña lo mira de reojo, con desdén, y los zapatos blancos que sostiene por los cordones se balancean en aire, como si levitaran.

Avanza bordeando el camino empedrado, sin prisa. Los primeros rayos de sol transparentan las copas de los álamos. El aire huele a césped recién cortado… Allí va Sabine… Allí va… ¡Adiós niña rubia que un día pasaste delante de mi vida! ¡Adiós!… ¡Algún día seré digno de comer de tu pan!… ¡Adiós!… ¡Nos volveremos a encontrar, descalzos, en otro Jardín!

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