Apuntes de un astrónomo trasnochado

Si me detengo a pensarlo no lo haré. No escribiré una sola palabra. Si releo lo que he escrito, quedaré petrificado como una víctima de Medusa. Mi memoria no tiene fondo. Si pienso en asomarme por el brocal de esta potencia mía que se ahonda como la pupila de Dios, nada haré. Si arrojo la primera piedra de mi palabra a ese abismo resonante, y espero a oír el eco de la caída para comenzar, no comenzaré jamás. ¿Se ha asomado alguien alguna vez por el iris del gran Hacedor?… Conozco estrellas que jamás ha visto ni verá ojo humano, y sé de una constelación que tiene la forma de un signo extraño, y que es el signo que trazó el Nazareno en la arena cuando la Magdalena iba a ser apedreada. ¿Se ha asomado alguien alguna vez por el iris del Gran Hacedor?… Arrojo mi palabra al vacío, pero no espero el eco de su caída. Esto es la creación. Pero la palabra no cae entonces nunca, vuela, trasciende, avanza… Y la caída vertical es una ascensión. ¿No es así en el espacio también? Nada en el cosmos conocido cae jamás. La ley de gravedad es la más benévola de las leyes, y no hay en realidad más que una ley, y una sola fuerza. No son cuatro las fuerzas que rigen el universo, sino una sola fuerza (la que mueve el sol y las demás estrellas). La ley de gravedad es una ley de ascensión: todo cuerpo que es atraído se eleva siempre, aunque parezca caer. ¿Hacia dónde es atraído? Hacia su centro ideal. Y un centro es siempre un destino, una cima, la cúspide filosa de un imán en forma de pirámide (la punta fina del alma de la que hablan los místicos)…

La ley de levedad señorea en el cosmos. Las galaxias levitan. El gigante Júpiter se desplaza en el cielo como globo aerostático, y sus lunas gravitan en torno suyo como las almas soñadas por Platón: son esféricas, y parecen moverse a sí mismas en la azul inmensidad. El movimiento que se mueve, el pensamiento que se piensa, he aquí lo propio de lo divino, pero también, el corazón que se ama en sus creaturas, y la mirada que se mira en el ojo de la niña que acaba de nacer. Y además, el espíritu que se sabe a sí mismo, que se recuerda de continuo y no se sale nunca de sí, que no sufre la alteración del olvido, la disociación del recuerdo, pues permanece siempre uno y trino en su mismidad. Conciencia. Memoria actual y presente. Y en la cima del Sinaí del Universo arde aún el ¡Hágase la Luz! con la fijeza y luminiscencia de la estrella Polar (las antenas de Nuevo México captan hoy el eco de aquella orden omnipresente y continua que llega de todos los puntos del espacio infinito como una dulce radiación)…. El universo no se expande, se eleva. Las galaxias no se alejan unas de otras, viajan hacia Aquel que tiene su centro en todas partes y su circunferencia en ninguna parte…

 II

     Si he espantado al lector escéptico con estas primeras líneas; si he escandalizado al racionalista; ¿qué puedo hacer? Un lector me basta para proseguir. Un sólo lector afín es el Virgilio de todo escritor. Pero si en las primeras líneas no he confundido a otro más que a mí mismo, en buena hora, pues no es posible emprender vuelo sin un poco de locura y de vértigo. Después de todo, en el principio era el caos. Pero el caos del principio no era un sinsentido; no era una masa amorfa a la espera de un soplo que la ordenara y hiciera de ella una complejidad inteligente. Dar una orden no es necesariamente poner orden donde no lo hay. Puede ser también, simplemente, sacar a la luz lo que estaba en la sombra; dar consistencia a lo que era sólo idea; dar latido a lo que era el barro de un corazón.

El caos primordial era como los primeros segundos de la Novena Sinfonía; era el sueño extático de la materia de la que el Universo surgiría como una…  ¿Gran Explosión?… ¿Qué clase de terrorismo teológico concibió esta palabra para describir el primer instante? (que no es primero, pues las ideas de comienzo y de fin son una construcción)… ¿Pero y el Dios de los Ejércitos del Antiguo Testamento? Y yo digo: ¿pero y el Poeta de la Montaña?… Son los químicos los que explican hoy al cosmos, y un químico es, en potencia, un volador de puentes, y he aquí que han querido explicarlo todo dinamitando la teología, la filosofía, y la poesía, para que nadie los pudiera objetar. ¿Explosión? Vanidades de un siglo belicista que ha puesto por el aire ciudades enteras, y cuerpos de niños, y bibliotecas indefensas, y bosques rumorosos… Y he allí la pluma requemada de un ave, y he allí la cinta azul del cabello de María, la joven que aquella mañana había ido al río en busca de un poco de agua fresca, espacio abierto, y flores silvestres… ¡Floración! y no Explosión. Él es un Jardinero, y no un Mercenario. Pero cuando las estrellas… No. No explotan; se abren para diseminar en el espacio su polen dorado. ¿Y la violenta disgregación de sus partes?… ¿Y el estruendo? No hay, en rigor de verdad, disgregación en donde todo es uno y lo mismo. No hay partes. Y en cuanto al estruendo, si tuviésemos un oído agudo como un ángel, oiríamos también el estruendo de un capullo que acaba de abrirse al toque certero de un rayo matinal. Apertura y no explosión, es lo que aconteció en el primer instante.

 III

 Es imposible retomar mi relato en el punto en el que lo había dejado. Quiero decir, en el punto anímico. Pero no le temo al ángel que pasa y no vuelve. Cuando un escritor es un poeta y un desquiciado, entonces no hay estados iguales, y a la vuelta de cada línea se corta el hilo de Ariadna de la cordura, y no hay retorno, es decir, hay vida. No es falta de voluntad, no es inconstancia o pereza. No es falta de inspiración. Es simplemente lo que es: torbellino emocional. Por donde la sensibilidad, o la idea sintiente, ha pasado una vez, ya no volverá a pasar. Nada es lo mismo al cabo de unas pocas horas. A cada momento se modifica el paisaje: y el momento puede durar algunas horas, una noche, un día, tres días acaso, pero no mucho más. Por eso un poema suele ser breve: se ajusta al paso del vendaval interior del poeta. ¿Locura? ¿Enfermedad? Sí, pero ante todo, inadaptación.

Yo, que he vivido por siglos, no he oído nada más absurdo (referido al hombre) que la palabra adaptación. Se habla de la adaptación como de una facultad de supervivencia, cuando es todo lo contrario: es uno de los nombres ¡el más terrible! de la muerte espiritual. Adaptación… hábito, costumbre, monotonía, muerte. El hombre no se adapta al medio, ni siquiera en lo biológico. Sino que adapta más bien el medio a él. O quizás, mejor, es un acuerdo, un pacto natural, una tregua en la guerra amorosa del hombre y el universo; pero si la tregua se prolonga, sobreviene la debilidad del más fuerte, la quietud, y la derrota definitiva. La adaptación mutua pues, debe ser sólo relativa y pasajera. Un instante de choque más bien, unitivo y fecundo, para evitar la mimesis, la pérdida de la identidad, la escisión profunda y mortal (quién lea aquí síntesis, no ha leído bien).

IV

No es sencillo escribir esta noche. Las palabras salen al mundo así, desarropadas, lívidas, anémicas. Y nada puedo hacer. La lucidez me es ajena; sólo me es propia la desazón, pero también me es propia la fuerza de desquite inherente a la desazón: el desahogo. Y esta fuerza tiene el poder devastador de los volcanes. No se trata de venganza, ni de resentimiento. Es una fuerza ciega, instintiva, feroz, que hace al pez remontar la corriente. Que da alas al pez. Sólo al cabo de esa proeza ascensional son posibles el amor y la procreación, en la alturas. Y la transfiguración… Subida. Agua y sudor (acerco mi antorcha desquiciada a la pared húmeda de la catacumba, y allí está, rojo, hierático, el sagrado símbolo, desovando en la piedra, multiplicándose calladamente en un pozo de luz).

Porque he aceptado mi santa locura, a pesar del Dios de los hombres, a pesar del mundo, y de mí mismo, soy inmortal. Porque no he buscado adaptarme (o acaso porque no he podido), ni a una idea (la de la muerte por ejemplo), ni a uno solo de mis estados (la paz o la tristeza, o la furia), ni a mis semejantes (los poderosos, los débiles, los inteligentes, o los sensibles). Porque he soportado, sin traicionarme, ser visto como un leproso por los que más he amado, como un perverso por los que más he trabajado, por un enfermo por la que más he querido, por un egoísta por la que más he llorado, por un soberbio por los que más me he humillado. Porque he leído miles de libros, y he escrito otros miles, y porque los he quemado y vuelto a escribir, pero no de igual modo, aunque sí con espíritu semejante; y porque he amado, y porque he vuelto a amar cada vez, y ante todo porque a nadie he dejado de amar en la distancia o en la traición; y porque te amo hoy a ti, por sobre todas (como siempre sucede, pero nunca es igual), aún cuando no puede o no debe sersoy inmortal.

V

Retorno. Emprendo el viaje de huída hacia atrás. De caída ascensional. Esto es la memoria. Esto el recuerdo. Un dejarse imantar por el suceso que ha creado a su paso un polo de atracción, un nudo de gravedad: el alboroto ordenado y concéntrico de una presencia. Quien penetra en una habitación recién abandonada, y lo hace en un estado de suprema humildad, percibe con los siete sentidos de la inteligencia lo que allí quedó en la atmósfera, en suspenso, como un jirón de presencia, como la huella que aún no acaba de ahogar la ola advenediza del mar. No es una energía; pero lo es también; no es un hálito, pero también es un hálito; es un fenómeno físico-espiritual, y es también otra cosa. Alguien acaba de abandonar la habitación; y respiramos lo que allí se pensó, pero no lo que pensó una razón, sino un alma. Es decir: lo que vivenció inteligentemente un alma humana; pues todo estar humano es un pensar inteligente, de mayor o menor intensidad. Aun cuando la razón esté sujeta a vanidades, el alma siente y piensa por sí misma, vive, alienta. Y no hablo de inconsciente; sino de conciencia profunda, aguda, presencial. Estar es un pensar; ser es un pensar. También la piedra es una idea muda y quieta; también ella dice algo del Ser que la dio a luz.

Alguien ha estado en una habitación, y el pensamiento de esa alma, el calor vital de esa alma, que es pensamiento siempre, porque es visión… ¡Dios mío!, quiero avanzar pero las ideas se agolpan. Y es que yo, hombres, humanidad sufriente, he visto un alma, la he tocado, y no puedo callar. Pero un alma encarnada y no una aparición. Es decir, una persona, un hombre, una aparición. Y he sabido que un alma es inteligencia pura también; y que es una cierta visión del universo; y toda visión es pensamiento. Todo ser sobre la tierra tiene una visión propia, una teoría filosófica, un modo de vivenciar el mundo en que se mueve y es. Y este estar, este vivenciar es pensamiento. No es necesario adherir a un sistema filosófico para sostener una teoría del mundo; más aún, conozco aristotélicos ortodoxos que son hegelianos, y platónicos que son aristotélicos puros, y ateos que me predican a Dios. El alma es filosofía que vive; filosofía es un alma que vive y predica con su presencia su idea del vivir. Cuando no concordamos con alguien cuya presencia nos repele, es su pensamiento profundo, su visión del universo, su teoría al cabo, su filosofía vivencial y no libresca, lo que nos repele. Son sus ideas, porque las ideas son visiones, y las visiones son actitudes, disposiciones, temperaturas anímicas, propagaciones de hedores letales, o de perfumes acogedores que enamoran y enhechizan, y persuaden. Todos, incluso a nuestro pesar, somos filósofos; catedráticos mudos o locuaces de la vida o la muerte. De Platón o Schopenhauer, de Cristo o de Buda, de Agustín o de Federico Nietzsche.

VI

Y así como una presencia deja su estela, su nebulosa, su buena o mala atmósfera espiritual, así también ocurre con los lugares y los sucesos… ¿Pero es que son algo distinto de las almas? No importa. Podría escribir sólo de esto y no lo haré. Los hechos son centros de gravedad en nuestra memoria. La memoria… ¿No la definió Agustín como aula ingente del alma? Aula, habitación, celda… Todo lo que nos sucede deja allí, en la memoria, en el alma, en el pensamiento que vive, algo de su estar, y el recuerdo no es otra cosa que ese centro de gravedad, esa condensación sin nombre, esa nebulosa que permanece como el fantasma de un pensamiento.

Y hacia esa condensación de polvo estelar me dejo caer en la oscuridad como cuerpo celeste, y desando sin moverme los siglos, y veo pasar como trenes sin rumbo a las generaciones de los hombres que me han rozado, y me elevo, y pierdo peso… Y los cuerpos de las mujeres que he amado me embisten cual cometas fugitivos (la rosada cauda de sus aromas vuelve a herirme), y las antiguas civilizaciones pasan ante mis ojos como planetas errantes en la Gran Noche, y las guerras son colisiones de meteoros en las lunas de Marte, y nada más. Sordo estruendo del sordo rencor humano, y nada más. Todo pasa vertiginosamente a mi lado y a través mío, y yo extiendo mi mano, y quiero tocar aquellos fantasmas, y se me escurren entre los dedos como ríos de mercurio, como luz de luna licuecida, y reprimo un grito que no podría resonar, porque el vacío amordaza mi boca, mientras que una congoja repentina sella mis oídos, ciega mis ojos, arrebata mi cuerpo y lo arroja más allá.

Nadie se baña dos veces en el mismo río; pero nadie se baña siquiera una sola vez en el río que refluye hacia atrás en el tiempo. Pues no hay atrás, ni adelante, ni espacio, ni tiempo. ¿Hacia donde caemos entonces cuando recordamos?… ¿Qué es eso que mi inteligencia ha llamado nebulosa, y mi corazón, simplemente, soledad?…

 VII

Allí va el primer hombre: las manos manchadas de óxido y de carbón. Y esas manchas ocres y negras son la materia prima y sutil de una palabra esencial. De la primera palabra que será inscripta en el mundo. En el cosmos. La primera impronta inteligente de un ser vivo. La primera huella dejada en las arenas del universo.

Aquellas palmas ocres y negras, como un icono informe, caliente, ennegrecido por el humo de los cirios, se balancean al costado de un cuerpo humano que avanza, en solitaria peregrinación, hacia el templo subterráneo de una caverna. Los rusos dicen escribir un icono y no pintar, porque cuando la imagen es sagrada, es hija del Verbo, de la palabra divina, y entonces la imagen es palabra también. Pero todas las cosas son imágenes y palabras. Iconos. Reflejos de algo superior, en tanto que todas las cosas visibles hablan el sutil lenguaje de la semejanza. Pero si no hubiera semejanza no habría imagen, sino sólo materia muda incapaz de resplandecer, de articular el credo cósmico de la luz. Hay visibilidad porque hay imagen; hay imagen porque hay semejanza; hay semejanza porque hay Creación…

Allí va el primer hombre, con las manos manchadas de óxido y de carbón… Allí va el primer hombre. Es preciso decirlo una y otra vez para que se nos haga patente. Allí va…

VIII

Un solo modo tengo de narrar mis memorias: sin orden aparente. La historia no es algo lineal ni circular. Poco tiene que ver con un río, una escalinata, o un abanico. Tampoco es un torbellino. Los físicos modernos hablan de la “reversibilidad” del tiempo… Pero tampoco es un guante, una rueda, o un espejo que huye dejando a su paso fragmentos de su huir. ¿Reversibilidad?… Ni esto ni lo otro. Porque no es un móvil simplemente. Pero tampoco un movimiento puro, o una pura duración, o la distensión de los cuerpos, o un proceso de regeneración. No es un proceso. Ni progreso, ni involución. ¿Una fuerza de despliegue acaso? No. Ni tampoco de repliegue. No es una fuerza, ni un impulso, ni algo impulsado, ni una pulsación. Pero esto es lo más cercano sin embargo. Una pulsación. Y un misterioso mar de simultaneidades…

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