El Arte de la Escultura

 Carta a Constanza Dozo Moreno

Estoy ansioso por ver una obra nueva salida de tus manos, que sea, como tu Adán, moderna y clásica a la vez. Creo que ese es tu don: lograr la armonía, la síntesis entre lo nuevo y lo antiguo. No se puede esculpir como Fidias o Miguel Ángel después de que Rodin le dio a la piedra una expresividad que antes no había tenido (aunque vi una obra de Mirón, de hace 2500 años, que me dejó azorado por su actualidad) No importa, el caso es que la plasticidad que le das a tus obras es única, y además obra de una mujer. Lola Mora imitaba un poco a los hombres, quería emular a los escultores grandes (que en su mayoría fueron hombres). Camille Claudel, en cambio, le da a sus obras un halo femenino; las dota de un elemento sutil, etéreo, hipersensible, sin por ello privarlas de carácter y vigor. Lo mismo vos, Constanza, y esto se ve claramente en tu Adán, que es andrógino; ni hombre ni mujer, sino ambos a la vez, por tratarse de Adán, claro, que es Hombre íntegro, ni macho ni hembra, pero también porque encarna la síntesis de opuestos que es una cualidad de tu arte, y de toda manifestación artística superior.

Lo perfecto en el arte es siempre algo intermedio: un equilibrio entre lo masculino y lo femenino (y entre lo antiguo y lo moderno), entre fuerza y ternura,  concentración y expresividad, presencia y liviandad, distensión y carácter, pensamiento y sensación, placer y sacrificio… El hombre perfecto, el perfectamente humano, el hombre ideal que alguna vez “será”, no habita en ninguna polaridad, ni tampoco es un híbrido, sino síntesis y armonía de opuestos, conjunción de polaridades, conciliación de contradicciones… No armonización quieta y nirvánica, sino lograda tensión entre opuestos, tensión, es decir, intensidad. Lo humano-divino, lo masculino-femenino, lo fuerte-tierno, lo interior-exterior, lo corporal-espiritual, lo intelectual-sensitivo, no es relativización de fuerzas, sino intensificación de las mismas en virtud de un milagro de complementación, de coincidencia, de copulación.

Y en tus obras, Constanza, veo esa síntesis, que es lo propiamente humano, y que no es lo bestial ni lo divino, lo troglodítico ni lo angélico… Es ese raro equilibrio entre la tierra y el cielo, el agua y la uva, la sangre y el pensamiento, que es el hombre, que somos nosotros, o que un día seremos cuando llegue el día de la Redención. Hasta ahora, no se trata de conciliación, sino de conflicto; ni de tensión, sino de desgarramiento; ni de armonía, sino de discordia. Pero un día las fuerzas que “son una” encontrarán al fin su punto de equilibrio, en una gloria de indisoluble y amorosa totalidad. Y además, seremos “unos” con la naturaleza, como tan bien está expresado en tu Adán. Porque el día que el hombre se reconcilie con su propia naturaleza, que pacifique sus fuerzas interiores, la conciliación con la naturaleza exterior será una consecuencia espontánea, «natural», por ser el hombre la cúspide inteligente del mundo creado, su testa, su coronación; su rey. Hoy, aquí y ahora, el hombre está dividido entre cuerpo y alma, razón y sentimiento, pero algún día todo volverá a ser uno y lo mismo, y también el hombre y la naturaleza, porque ninguno de los dos fue concebido sin el otro… ¿O puede acaso el hombre ser pensado sin el mundo que es su entorno y sostén?… O dicho de otro modo, ¿sin su cuerpo? El cuerpo y sus sentidos, así como su constitución química, pertenecen a la naturaleza, al mundo, de un modo esencial. El hombre es también algo material, algo natural, aquí y después de la muerte

Y la escultura está arraigada en la materia, en la naturaleza, como ningún otro arte, y en este sentido, remite a la creación, y a la condición original del hombre, a esa extraña condición de ser el hombre «manifestación» de lo espiritual en lo material… Verbo en el barro, mirada en el agua, percepción en la carne, idea en el viento, voluntad en la sangre. Materia que ama y que espera, que sueña y medita, que late y que crea… «Polvo serán, mas polvo enamorado», dijo Quevedo, y nadie expresó mejor este misterio del que ahora hablamos.

Polvo enamorado… Eso somos. Piedra que se desperezó de su inercia y articuló una palabra en su bostezo primordial; corteza que rozó al mundo y lo conoció; árbol que lleva a rastras su raíz; pez que aprovechó el impulso de una ola y echó a volar. Pero sobre todo esto: materia que piensa; es decir, piedra que ama; cuerpo que medita y que sueña. Y la escultura es la expresión más perfecta de esta verdad; y lo humano es el milagro de esta conciliación. Y la escultura es la expresión más acabada, porque su materia prima, es precisamente, la materia prima de la creación, que es la piedra, el polvo, la partícula, el remolino de materia pulviscular (impulsado por el soplo divino) que  giró hasta adquirir consistencia, volumen, corporeidad… ¡Vida!

Y el escultor también toma en sus manos un trozo de materia inanimada, y la dota de soplo espiritual, de alma, de espíritu, de pensamiento y sensación. Es el arte más ligado a la creación del hombre, y al acto mismo creador. En este sentido, tu Adán es doblemente significativo, porque además de ser una expresión justísima de lo propiamente humano (conciliación de opuestos, que sólo se alcanzará en un estado «postrer»), es, en tanto que obra escultórica, «materialización» del acto creador mismo: que es convertir lo inanimado en espíritu, lo inerte en vital, lo inexpresivo en ademán y palabra, lo vacío en ser, lo caótico en forma, lo sólido en resonancia, lo totalmente exterior en interioridad (y entonces sí puede hablarse de lo exterior, porque antes sólo podía hablarse de «materia» sin fondo ni superficie)…

Y lo que era un puño cerrado es una mano abierta, y lo que era un monstruo sin boca es un dechado de locuacidad, y lo que era bloque de granito es una frente que mira y que piensa, y lo que era un bloque insensible es un torso que late y que ama, y lo que era una veta helada, es un río, una arteria que se retuerce aquí y allá irrigando el conjunto, que es ahora conjunto, es decir, cuerpo, persona, presencia, gracias al golpe de corazón del cincel… El cincel, que calienta las venas heladas del mármol hasta hacer de ellas un fuego líquido que vitaliza y ablanda, haciendo de la piedra inerte un cuerpo sentimental, sensible, sensitivo; frágil, y a la vez, todopoderoso, como el espíritu del hombre.

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