Las Terrazas del Mundo

Qué empeño tan esmerado
qué vocación de blancura,
cómo tu amor y tus manos
laboran por dar alburas.

Por emblanquecerlo todo
dejándolo limpio y puro,
y después ir a aventarlo
en las terrazas del mundo.

Las sábanas y el amor,
las prendas y el laboreo,
los pañuelos y el dolor,
el mantel y los silencios.

Todo lo tiendes al sol
a que la luz lo traspase,
sutil transfiguración
que pasa luego a la sangre.

¡Ah! Sí que se está mejor
con estas ropas que lucen,
un algo de ese claror
en lo adentro se difunde.

¡Ay! Sí que nadie entrará
en las mansiones del cielo
sin antes querer pasar
por el agua, el sol, y el viento.

El agua que ablanda y limpia,
el fuego que alumbra y forja,
y el viento hablador que hincha
las velas del cor si sopla.

Velas, alas y banderas
veo ante mí desplegadas,
y el conjunto es un emblema
de amor, y paz, y esperanza.

Que aquí depongan sus furias
los sin piedad de la Tierra,
porque el tendal que relumbra
impone al odio una tregua.

Alza los ojos, esposa,
y mira las azoteas,
que eres tú, ¡que son vosotras!
las que humillan la violencia.

Humilde y calladamente,
con blanca y firme paciencia,
y fe aguerrida de pobre
y mansedumbre evangélica.

Protegen del mal las casas,
detienen con Dios las guerras,
al embestir esas albas
los demonios se dispersan.

Esa esta tu labor santa
y de las madres secretas,
y el orden del universo
de estas cosas se sustenta.

Recibe pues estos versos,
esposa, como una ofrenda,
y tómalos en tus manos
que en tus manos… ¡se blanquean!