Internet, un laberinto traslúcido

Que WikiLeaks, el sitio de Internet que puso en jaque a la diplomacia norteamericana, se haya refugiado en un búnker nuclear de Estocolmo es altamente simbólico. Einstein afirmó que el estallido de tres bombas cambiaría la historia de la especie humana en un futuro cercano: la bomba atómica, que hizo brotar sus hongos grises y anaranjados en varios puntos del globo; la bomba demográfica, que vimos explotar por doquier, y la bomba electrónica, que hoy llamamos «informática» y también «cibernética», cuya amenaza no es la radiación ni la superpoblación de datos sin sustento, sino la «filtración», según venimos a saber recientemente a raíz del caso WikiLeaks. Y he aquí que de pronto, en Estocolmo, vinieron a estar representadas dos de las tres bombas anunciadas por el gran físico alemán: la atómica y la cibernética.

En efecto, no es el exceso de información -que al cabo es desinformación- el daño que provoca la bomba electrónica, sino el arrasamiento de la privacidad de entidades e instituciones, de naciones y personas, sin distinción de rango, raza o edad. La bomba electrónica, que ya explotó en millones de hogares y otros recintos del planeta Tierra (plasmas y monitores tiñen de un azul pálido rostros y paredes con sus radiaciones electromagnéticas), no mata ni altera los códigos genéticos, sino que vuelve traslúcidos los pensamientos de los cibernautas.

El estallido de esta bomba no extermina ni enferma como la atómica, no estresa ni causa hambrunas como la demográfica, sino que simple y escandalosamente? desnuda. Arranca máscaras. Volatiliza disfraces. Muestra el hueso de la realidad sin pudor ni temblor, dejando al descubierto lo que las personas verdaderamente son o quisieran ser, piensan o desean, más allá de las debidas formalidades y las diplomáticas convenciones.

Pero lo más curioso del fenómeno cibernético es que la bomba electrónica desnuda no sólo a los nudistas voluntarios, valga la redundancia, sino incluso a los tímidos y los reservados, los herméticos y los puritanos, los celosos de la privacidad y los fugitivos de la moralidad. Entonces, los amantes clandestinos son descubiertos por un descuido en el uso del mail traicionero, los empleados pierden sus empleos por chatear de modo indebido con sus compañeros de trabajo, criticando a sus jefes o quejándose de sus condiciones laborales (el chat no es una conexión encriptada, y cualquier auditor de seguridad de sistemas puede rastrear en el disco rígido de una computadora la conversación del desprevenido usuario con sus pares, así como sus habituales rutas de navegación, y de ese modo conocer sus gustos y preferencias, ideas y debilidades).

En la era de Internet nadie puede permanecer oculto, anónimo o enmascarado. La bomba informática arrasa con los velos del disimulo y la decencia, dejando a los internautas más expuestos que Adán en un día de pleno otoño. Ni siquiera los diplomáticos, cuyo oficio radica en gran parte en honrar las formas del protocolo, sonreír en los cócteles, conciliar a las naciones, agasajar y ser agasajados, logran ser inmunes a las ondas electronudistas de la bomba cibernética, y sus verdaderas opiniones personales y políticas terminan quedando al descubierto ante el mundo entero porque unos hackers filtraron sus cables «ultrasecretos» con la misma facilidad con que un niño rasga el sello de un sobre lacrado.

Entonces, para escándalo del mundo, en los mensajes privados que cruzaron los diplomáticos norteamericanos con el Departamento de Estado de su país, en vez de leerse, como se esperaría, «excelentísimo presidente» cuando se alude a un primer mandatario de una nación, se lee «fiestero salvaje», «monstruo perverso», «inepto», «paranoico del poder» y otros calificativos por el estilo. Y en vez de encontrarse en esos cables algo esperable de parte de Hillary Clinton, como un pedido de informe sobre la situación económica de la Argentina, se descubre un pedido de informe sobre la salud mental de la presidenta Cristina Kirchner. Téngase en cuenta que unos pocos meses antes, luego de una reunión de 45 minutos que habían mantenido ambas funcionarias en la Casa Rosada, Hillary había agradecido «la discusión cálida, amplia e integral» mantenida en esa ocasión con la presidenta argentina, y ésta a su vez había celebrado la «reunión fructífera» con la secretaria de Estado norteamericana, la cual, supuestamente, recibió con beneplácito un pedido de intermediación ante el Reino Unido por la soberanía de nuestro país sobre las islas Malvinas, así como la desclasificación de documentos de la última dictadura militar por parte del Departamento de Estado norteamericano. Pero lo cierto fue que después de que Hillary regalara sonrisas y amistosos apretones de mano a la mandataria argentina, sus funcionarios en Washington solicitaron un informe detallado sobre la salud mental de Cristina Kirchner. Y esto lo sabemos porque Internet es un laberinto traslúcido, sólo hermético en apariencia, lleno de fisuras y de ventanas abiertas por las que la información -cual materia sutil- se filtra, y es capaz de manchar las albas paredes de la Casa Blanca, las impolutas credenciales de los diplomáticos, así como el buen nombre tanto de adolescentes como de adultos, devenidos por causa de una filtración imprevista, respectivamente, en jóvenes de moral delictuosa y en adúlteros hallados en flagrante amorío.

La información de Internet, a diferencia del agua pesada que es necesaria para la fisión nuclear, es una suerte de agua liviana o de vapor invisible, virtual, que se filtra por doquier, descascarando muros y desprendiendo ropas y máscaras, para dejar al desnudo «el otro lado» de la realidad, y confrontar a las personas y las naciones con su propia «sombra». Esto hizo que, finalmente, en vez de un Watergate tengamos un Wikigate, y que hoy el mundo asista, azorado, al desencadenamiento de la «Primera Guerra Mundial Cibernética» y a la inauguración de una era nueva marcada por tres fenómenos que cambiarán para siempre el modo de entender la realidad y de relacionarse las personas: el riesgoso fin de la dialéctica del ser y el parecer; la conversión de lo virtual en lo más real existente (coincidencia de opuestos), y el paso de la agobiante levedad del ser, propia de la posmodernidad, a la experiencia de la insoportable diafanidad de WikiLeaks, propia de la cibermodernidad.

© La Nacion
El autor es escritor. Su libro más reciente es la novela Kali .

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