Rapsodia de enero

I

Mujer, voy a decirte lo que es el amor. Y no voy a dormir.
No podría dormir en esta noche de verano, con este puñal
absurdo que tu mano de ninfa clavó en mi espalda desprevenida,
ayer, mañana, ayer… y hoy.
Un poeta apuñalado no puede dormir. Jamás.
Un filósofo estoico, quizás. El filósofo insomne que habita en mí,
quizás. Pero un poeta burlado. Mentido. Traicionado. Jamás…
Jamás… ¡Jamás!
Y no voy a dormir. En cambio, mujer mía. Amor mío. Traidora mía,
a la que por amar demasiado, incité a la traición. Voy a escribirte
lo que es el amor, en vez de, cobardemente, dormir.

Te incité a la traición. Lo sé. Por mostrar día y noche debilidad.
Por mostrarte mi herida mil y una vez.
¿No lo sabe el amante más avezado,
el más donjuanesco de los amantes embelesados y lúbricos
que es ley del amor triunfante la indiferencia fingida
y la fría arrogancia, para la conquista segura de la mujer
encelada e infiel, tremebunda y fatal?
Sí, bien lo sabe el jocundo Don Juan.

Pero el poeta… Pero el poeta, mi amor. Pero el poeta,
el poeta es un niño que ama por primera vez, siempre,
siempre, y todavía una vez más. Porque amó a su madre
como a su primera mujer. Su primer amor ideal. Y desde
su romántica infancia está irremediablemente perdido,
pervertido, ofuscado, desengañado, desarraigado del seno materno
de aquí a la eternidad.
Y entonces, nadie mejor que él sabe lo que es el amor.
El niño enamorado y herido. Amamantado y desprendido como
vampiro lánguido del duro pezón…
Y sí… quiero empezar a ser
brutalmente sincero y antipoético. Renegado y patético, para
decirte la más descarnada verdad. De acá, del verso rastrero,
de la metáfora explícita y torpe. De la rima invertida. Del tamboril
discorde puede brotar de golpe como chorro de sangre,
el verso latiente que porta en su seno translúcido… lúcido,
el despojo manante y búdico de un corazón atormentado.
¿Por qué búdico? Por mera y pura razón musical. Irracional. Salvaje.
Pasional.

Y entonces, voy a decirte ahora, yo, poeta desterrado del cuerpo materno.
Yo, amante incestuoso del Paraíso perdido, sorbido, manoseado,
bebido… Lo que es el amor.
Porque desde mi venida al mundo.
Desde mi caída existencial a este hueco del Cosmos. Lo sé.
A ciencia cierta, pero más a poesía incierta. Lo sé. Amante despechado y destetado. Lo sé. Amante de mil mujeres sin alma. Lo sé.
Poeta de mil musas falaces. Sin locura. Sin dones de profetizas
en trance… Sibilas sin miguel ángeles… Lo sé. De ninfas en celo,
de diosas sin velo, de ninfómanas sin pasmo y de vírgenes sin halo,
de vampiresas sin sangre y de famélicas voraces… Lo sé.
Lo que es, mujer mía y ajena, enajenada y obscena,
el amor.

Yo paseaba dormido. Con un libro en mis manos. Cerrado. Filosófico.
Antivital.
Y no te esperaba. No te intuía siquiera. Pero me levanté y fui hacia vos.
Sin saberlo. Movido por una fuerza diabólica que no sabe de dioses
ni de esa reina frígida, brígida… ¡Santa Brígida!.. La Moral.
Pero Brighid era diosa del fuego. Celta. Y fue por ella y no por
su hermana bastarda, la de las piernas cerradas y el sexo enjuto,
que fui esa mañana
inconsciente, rozagante, amante y decidido, varonil y rampante,
hacia vos.
Y fue verte y amarte. En ese instante letal. Se me entró tu sonrisa en los poros. Antes que tu misma voz. Antes que tu ser femíneo. Antes de
que tu presencia expandiera en el aire su “acá estoy” calórico.
Su “heme aquí” de cristal.
Fue tu risa. Tu rostro dilatado en una sonrisa blanda de regocijo amoroso,
de pura luz que late, se abre y se deshace más allá…
lo que me fascinó.
A mí, poeta perdido, pervertido desde su mismo nacimiento a orillas
de un seno de oro desnudo.
Tu sonrisa de hada materna. De mujer niña
risueña. Me cautivó.

Y fue en esa trampa del mundo. Dos calles…
¿Qué es un cruce de calles
más que una pura nada cotidiana?
Una curva del vértigo. Un trazado de líneas en un plano de asfalto.
Un roce sin contacto de cuerpos en fuga, desamorados, fríos…
desmemoriados. Una encrucijada del tiempo-espacio en la que
los autos, como en un agujero negro del universo curvo
se estiran, tuercen, crujen y desaparecen en la Nube de Oort,
el mismísimo límite del Sistema Solar.
Porque todo, mi amor, todos y todo… está disparado al infinito
desde el ¡hágase! bíblico de su concepción mítica. Hombres y cosas,
mujeres y rosas, poetas y físicos, juguetes y niños… Todo. Está
disparado al infinito en calurosa y multitudinaria,
escandalosa y ordenada… mística confusión.

Y dos calles. Un cruce de calles, es sólo uno de los infinitos pasajes
por los que Todo fluye y viaja, y pasa, se acelera y desborda
como río barroso de un Tsunami inmortal. Allá asoma un brazo
que saluda, se hunde y desaparece sin más.
Una falda roja de mujer
ondea en la corriente. Un niño vuela detrás de su oso ahogado
con la madre asida a su fugitivo pie.
Nada puede detenerse desde que la Divina Ola rompió en la arena
primera de antes de que hubiese mar.
Un dios niño, imaginación coralina, melena repleta de caracolas,
labios salados de sabrosos silencios, entró descalzo en un océano vacío. Las invisibles aguas caóticas le ceñían la piel sin mojarlo.
Chapoteó en esa Nada. Danzó en ella.
Se zambulló… y la Divina Ola rompió en la arena primera
de antes de que hubiese mar.
Rompió preñada de peces. De libros
con animales y números para colorear. Rompió preñada con
madres encinta, que dieron a luz a niñas de encintados vestidos,
y a futuros hombres con cintos para cargar espadas, pistolas y puñales. Pero también… Llaves de cárceles y casas.
Hospicios y hospitales. Escuelas. Manicomios. Catedrales…
Todo un mundo de puertas que se cierran y abren
en el abracadabra incesante
del entrar y el pasar. Del salir y el morir. Del cenit y el nadir. Del te amé
y te perdí. Mi amor.

Un cruce de calles es sólo un pasaje más. Lo pienso y me sonrío. No
es nada que se pueda temer. Es un cruce de arterias más del Divino
Torrente… Tajo, Duero, Guadalquivir… ¡Qué trabajo!
Ir a la mar a morir… Pero de pronto, por ardid providente,
por el capricho absurdo de un genio cazador, flechador,
que odia el orden burgués creado por los cobardes hombres
que en un lejano día, también fueron cazadores furtivos,
munidos de livianos carcajes… Que también un día
tomaron lo que les placía, y abrieron trampas
en la espesura innombrable, untaron con venenos sus flechas y caricias
y danzaron al son de sus tambores redoblantes
tras devorar a sus presas
en un festín sangriento, interminable. Y fugaz…
Por el capricho endemoniado de un genio revoltoso
que odia el orden burgués, las formas, los tratados,
las rígidas convenciones estúpidas y preservativas
de no se sabe qué neurótica y maniática, enfermante
y aciaga, cenagosa y tecnólatra civilización…
Ese genio convierte, de pronto, una vana y fluida
marejada de máquinas y gentes, en desatino de
amores. Pozo azul. Trampa de amantes, hueco
acústico y lírico en que las aguas cósmicas se aquietan
y arremolinan, se revuelven y danzan, se arremansan
y giran como rueda fantástica de Ixión (el condenado en el infierno
griego a girar maniatado a su obsesión circular).

Y fue verte y amarte en ese instante boreal.
Se me entró tu sonrisa en los poros. Antes que tu misma voz.
Antes que tu ser femíneo. Antes de
que tu presencia expandiera en el aire su “acá estoy” calórico.
Su “heme aquí” de cristal.
Fue tu risa. Tu rostro dilatado en una sonrisa blanda
de regocijo amoroso,
de pura luz que late, se abre y se deshace más allá…
lo que me fascinó.
Y ya habíamos caído en la trampa tendida. Rendidos.
Y nada podíamos hacer. Ni vos. Ni nadie. Contra el que
tiene imperio sobre el quinto y más fiero
de los elementos conocidos: la sangre, que rige las mareas
de los cinco sentidos, y del sexto sentido preternatural.
Nada podíamos hacer, amor mío, contra Eros Generatriz,
que convierte a la energía mecánica en eléctrica vida,
y al cardo en rosa, y al tedio en helio (inflamable), y al santo en
diablo, al poeta en fauno, y al beso en torva y amoratada
succión.

Al “pienso” en “sueño” y al debo en quiero. Al soy en muero,
y al te amo en miento… porque lo único que desea
el amante fanático es devorar. Porque donde haya frío
ponga yo fervor.
Donde haya mortíferas verdades, mentiras que ayuden a vivir.
Donde haya un dios castrado yo instaure el culto
de una deidad caprina. Donde haya un lecho vacío
yo alce un revuelo de sábanas como velámenes que la tempestad
comba y desgarra. Donde haya mansas bahías desapasionantes,
y veleros que se mecen como cadáveres de un naufragio
(cuerpos satisfechos e hinchados que la pleamar amontona contra
los muelles carcomidos del mundo),
yo siembre vientos pirómanos, desmelenados, como el viento ardiente del desierto que mata a los camellos y enloquece a los hombres,
y a David lo arrojó enardecido (con los ojos llenos de arena
y el corazón ebrio de espejismos alucinantes)
en los desnudos brazos de Betsabé.

Que donde haya suizos banqueros, rígidos y funestos, trajeados,
pulcros, circunspectos, embaucadores, prudentísimos, especuladores,
frígidos y adoradores del infernal Becerro,
yo siembre el foehn desquiciante,
ese viento africano que se cuela en los Alpes e incita al crimen, a los deliquios místicos o al amor pasional. Pero ¡jamás! a la tibieza vomitiva de la comitiva hórrida de Mammón.
¡Ah!, pero en Sevilla el foehn es el bravo siroco, que sopla entre los naranjos y arranca a los gitanos guitarreros versos de amor y saetas,
jotas, zorongos, zarzuelas, y morriñosas coplas lastimeras
llenas de corazón…
Que donde haya frío ponga yo fervor.
Donde haya mortíferas verdades, mentiras que ayuden a vivir.
Así piensa y habla y reza y sopla Eros Generatriz.
Y por eso, amor mío, nada podíamos hacer cuando él torció el tiempo-espacio y arremolinó las aguas, para que nos encontráramos y bañáramos, desnudos, una y mil veces mil, en el perpetuo río-mar de la mórbida,
lúdica y concupiscente pasión,
y giráramos y perdiéramos el malsano sentido común.
Nada podíamos hacer. Nada podíamos hacer.
Nada podíamos hacer.

Esto. Mi amor. No poder hacer nada. Hablar en un mismo poema
de suizos banqueros y de la céltica Brighid. Ser presa del insomnio.
Volverme brutalmente antipoético.
Reírme de todo y llorar por todo (sin lágrimas), porque no se burla a la muerte bebiendo de un cuerpo joven el melífico elixir.
Saborear tu traición como un licor fuerte. Sonreír. Enloquecer.
Menear la cabeza y fumar… ¡Quién te ha visto y quién te ve, patético seudo Don Juan!… Dejándote engañar a tus años de un modo tan
evidente y tan vil. Lo dicho. Dejándote engañar. Porque sólo
quien quiere ser mentido para ayudarse a vivir, puede ser
engañado con la alevosía del puñal que desova en la herida
diez muertes sutiles, de las que no es posible huir…
La muerte puso huevos en la herida, y yo nada podía hacer
contra tus ojos felinos, que rutilan en la noche con inocente maldad. Porque nada, pero nada, hay más inocente y malicioso
que las fuerzas devastadoras y puras de la Naturaleza
demónica. Angelical. Mediúmnica…
El rayo que cala, el tornado que arrasa, y la lava libidinosa
que a su paso derrite las rocas sobre las que meditaron, en vano,
Plotino, Proclo, y antes Séneca, Marco Aurelio
y Plubio Ovidio Nasón (en su estoica vejez)…
Contra el foehn y el sismo. El Arlene y el Katrina, y otros huracanados
nombres de mujer… Nada se puede hacer.
Contra tu sonrisa de ninfa obsequiosa, blanca y asoladora,
escapada a hurtadillas, descalza, aquella mañana infausta,
de no sé qué fuente del bueno
de San Isidro Pastor… (Y un poeta profano, merodeador y loco
pasaba justamente por ahí… ¡Oh!, qué suceso tan inconveniente y casual)
Nada se puede hacer.

Y este no poder hacer nada, diosa mía, ni irme a dormir ahora
con la paz de los justos, ni tan siquiera
con la pesadillesca y hosca puerquedad de los malos (en aleros vacíos, ecos sin alas; en los bosques quemados, nidos sin ramas;
en un sueño sin sueños, cuerpos tumbados)…
No medir el peligro; amar el daño.
No pesar el orgullo, romper las Tablas.
Transmutar tierra en lodo con triste llanto.
Desdeñar la condena de los sensatos.
Elegir en tus besos perder el alma… ¡Eros es Thanatos!
Esto, mujer mía. Amor mío. Traidora mía… Esto
y nada de esto… Y lo contrario…
Es el amor.

 

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