Las Preguntas de la Esfinge (Cuento Apócrifo)

El modo como Edipo desapareció, no
hay mortal que lo pueda contar…
Sófocles (Edipo en Colona).

—Padre, ¿a dónde me llevas?

—Antígona, hija y hermana mía, tú me conduces. Yo estoy ciego.

—¿Qué hallaremos al pie de la montaña consagrada a Apolo?

—Grutas.

Sin ser vistos, Edipo y Antígona habían abandonado la ciudad al amanecer. Lloviznaba. Juntos, durante años, habían peregrinado como espectros por caminos desiertos y ciudades, lentamente, calladamente, sufriendo en cuerpo y alma el peor castigo que un griego podía sufrir: el destierro.

No había lugar en el mundo para dos almas malditas: Edipo, sin saberlo, había matado a su padre, contraído nupcias con su madre y tenido con ésta hijos ilícitos; Antígona, tan sólo, era el fruto amargo de un amor incestuoso. Cuando estas víctimas del destino pasaban entre los vivientes, se hacía un silencio inquietante como el que precede al fragor de la lluvia, pues no había quien pudiera permanecer impertérrito: algunos, los más ancianos, sentían una oscura piedad por el que un día fuera Rey de Tebas, la de las siete puertas; otros, los filósofos, abundantes en Grecia como en ninguna otra región del orbe, miraban con envidia al que había derrotado con su agudeza intelectual a la implacable Esfinge; mientras que las mujeres sentían horror en sus entrañas al ver pasar al que se había unido un día a su propia reina y madre; y los jóvenes, muy en especial los entregados a las ardides políticas, despreciaban a su vez al hombre que había renunciando al poder de este mundo, y lacerado sus ojos, por escrúpulos de conciencia. Pero eran los niños quienes sentían por Edipo mayor desprecio y compasión que nadie: mayor desprecio, porque no dudaban en apedrear al que sus mayores sólo se atrevían a condenar con palabras infamantes, y mayor compasión, porque, para Edipo, las piedras que aquellos le arrojaban eran panes con los que el hijo y esposo de Yocasta saciaba el hambre voraz de castigo que lo remordía.

—Hija, cuéntame.

Esas solas palabras bastaban para que Antígona, la de bellísimos ojos de miel, comenzara a describir a Edipo el mundo en torno.

—El sol aún no asoma; y la llovizna puedes sentirla en el rostro.

—Sí, puedo. Pero dime cómo cae sobre las copas de los árboles.

Edipo sabía que en un principio debía tener paciencia, y preguntar una y otra vez hasta que Antígona emergiera al fin de su mutismo terrible .

—Primero te diré, padre, cómo cae sobre tus ojos vacíos.

Edipo sonrió al presentir que la imaginación de Antígona había despertado prematuramente.

—Habla.

—En esta hora, los dioses lloran sobre tus ojos para prestarte su llanto, ya que con sus designios hasta de ese consuelo te han privado.

—¿Los dioses?… ¿Es eso posible?

—Ellos han urdido tu destino para tener de qué dolerse. ¿Ignoras que su única impotencia es no poder sufrir sus propios males, puesto que no los tienen? ¿Y que sólo en el más hondo dolor se esconde la semilla del placer genuino y perdurable?

—No lo ignoro. ¿Pero no hay bastante dolor entre los mortales como para necesitar del espectáculo de mi desgracia?

—Sí, lo hay, pero a los dioses sólo puede conmoverlos el dolor del más justo de los hombres.

Edipo apretó los labios, y sus mejillas mojadas relucieron.

—Prosigue, Antígona, luz verdadera de mis ojos —dijo Edipo alzando al cielo sus órbitas vaciadas, y bebió la lluvia sutil que caía del cielo.

—En tu rostro, padre, el agua del cielo cae como llanto divino, y sobre las copas de los árboles más lenta que sobre los campos —dijo Antígona con voz estremecida.

Caminaron largo tiempo. Edipo movía de vez en vez los labios en mudo diálogo con sus pensamientos; Antígona, en cambio, aterida de gozo y frío, se sentía hermana del agua que cubría al mundo, y hermana predilecta del dolor de los dioses. Después de tantos años de soledad errante, y de tristeza, contemplaba las montañas que recortaban el horizonte, la extensión verdinegra y rocosa, los árboles, la llovizna vaporosa y rosada que los envolvía como una mirada de Palas Atenea, y no se sentía algo distinto del paisaje: su túnica blanca era, en la inmensidad de la mañana, un jirón de claridad.

II

—¿Puedes divisarla?

La montaña consagrada a Apolo se alzaba ante ellos, imponente. La lluvia había cesado, y la mitad del cielo estaba cubierto por nubarrones violáceos cargados de luz (los rayos caían oblicuos por el borde de las nubes sobre las cumbres inalterables).

—Padre, estás temblando —dijo Antígona, advirtiendo al punto que el rostro de Edipo, con las cuencas vacías y la boca contraída hacia abajo, era igual a una máscara trágica.

—Guíame, hija, y no preguntes.

Antígona sabía que las infinitas grutas de la montaña de Apolo sólo podían ser visitadas por los sacerdotes de ese dios, pero igual lo había conducido a su padre hasta ese sitio sagrado porque Apolo amaba a Edipo, y porque hacía ya demasiado tiempo que su voluntad no era suya, ni tampoco sus ojos, ni sus palabras; la unión con ese hombre era de una especie desconocida. Habiendo llegado a ser, por oscuros lazos de sangre, y por destino, hija y hermana del más infeliz y noble de los hombres, era ahora, por su piedad ilimitada, y por libre arbitrio, también madre de aquel huérfano del universo. El amor maternal, pues, como una estrella fulgente, coronaba a los otros dos amores, el filial y el fraternal, conformando con ellos, en el corazón nocturno de Antígona, una tríada admirable (sus ojos lúcidos denotaban ese prodigio).

Cuando estuvieron al pie de la montaña, se detuvieron. Antígona se sintió ante una colmena gigantesca, en cuyas celdas pétreas bien podían habitar monstruos míticos como los que desde niña conociera en sueños. Más aún, esa mole sacra, ese intrincado laberinto de cavernas sibilantes, parecía el mismísimo templo del sueño.

—Antígona —dijo Edipo con dolorida nostalgia—, ¿recuerdas qué suceso me hizo Rey de Tebas?

—Muchos aspiraban al trono de la ciudad, pero para llegar a ser Rey había que desentrañar los enigmas de la Esfinge.

—¿Sabes qué sucedía con aquel que se sometía a sus enigmas y no respondía a tiempo?

—Era devorado por ese monstruo de cuerpo de león y cabeza de mujer.

—Nunca antes, Antígona, habíamos hablado de esto.

—Es verdad. Fueron las criadas quienes me lo contaron.

—Yo era joven entonces, y orgulloso, y no dudé en medirme con aquella fiera. La visité una tarde en su guarida y, altivo, y con las manos en la cintura, la desafié a que me interrogara.

—Y ella te dijo: “¿Cuál es el animal que camina en la mañana con cuatro patas, en la tarde con dos, y en la noche con tres?”.

—Y yo le respondí, sin vacilar: “El hombre, que cuando es niño gatea, luego camina erguido, y cuando envejece usa bastón”, y habiendo dicho esto, la Esfinge retrocedió espantada, pero yo la tomé de la roja melena y le hundí en el pecho mi puñal.

—Y la Esfinge murió, y tú…

—No —la interrumpió Edipo alzando su mano—; eso es lo que yo creí entonces, pues tan seguro estaba de haberle causado una herida mortal, y tal era mi ansiedad por erigirme en Rey, que no me quedé a ver su muerte, ni tampoco los que me acompañaban, pero la verdad, Antígona, es que ella, luego de horrendas agonías, pudo sobrevivir.

Antígona permaneció en silencio, mirando con nuevos ojos las oscuras gargantas de las grutas de Apolo.

—¿Desde cuándo lo sabes? —dijo Antígona, sin perder su serenidad olímpica.

—Siempre temí que no hubiese muerto; pero fue recién hace tres noches, en sueños, que Apolo me lo reveló.

—¿Y vive aún? —preguntó Antígona, sintiendo renacer en su pecho un antiguo pavor infantil.

—Espera sólo un momento, y la verás.

III

Un rugido de fiera en acecho resonó en el aire, y las gargantas hondas de la montaña le hicieron eco hasta la cima.

—¿Qué has oído, Antígona?

Edipo no sólo veía al mundo por medio de su hija, sino que lo oía y lo pensaba. Ella era su propia alma, pero también sus cinco sentidos. Antígona era como un árbol florido sensible a las tormentas y las miradas, a los paisajes y los empuñadores del hacha homicida; mientras que Edipo era la raíz ciega, tenebrosa, que calladamente irrigaba en las venas de aquella mujer la savia vital del sufrimiento más profundo: en verdad, nunca antes bajo el cielo de Grecia había crecido una más bella y terrible planta de dolor y de humana piedad.

—He oído el trueno de la venganza —dijo Antígona.

Y no acababa de decir esto cuando del fondo oscuro de una gruta emergió la Esfinge con lentitud. Lo primero que divisó Antígona fue la melena de fuego y las zarpas; luego los senos blancos de mujer, y por último el bellísimo rostro: ¿cómo era posible que semejante rugido hubiera salido de aquella boca delicada y de labios tan rojos como el vino, y tan suaves como la piel de la uva opulenta?

El monstruo felino caminó unos pasos más hasta la entrada de la gruta, y se detuvo.

—Edipo, Rey de Tebas —dijo con una voz indefinible, que hacía pensar en el silbido del viento en los altos riscos de la montaña—; te he deseado, y has acudido.

—¿Es joven aún? —le preguntó Edipo a su hija por lo bajo.

—Tanto como una doncella —le contestó Antígona, y Edipo sintió vergüenza de su vejez al recordar la antigua arrogancia viril con la que había enfrentado a la fiera en su juventud.

—He obedecido a Apolo —dijo Edipo con tebano orgullo.

La Esfinge avanzó unos pasos con voluptuosidad, y tras rozarse el lomo con su cola de león, se sentó blandamente sobre sus patas traseras.

—¿Cómo es que aún confías en los dioses, Edipo? —dijo el monstruo con malicia, mirando con fijeza los ojos claros de Antígona.

—Adivina, o te devoraré —contestó Edipo desafiante, y su voz enérgica le hizo sentir a Antígona que era su padre quien la sostenía a ella, y no lo contrario; y que, por primera vez en años, ese hombre que ella había conducido por los mil senderos de Grecia, no era ni su hermano ni su hijo, sino Edipo, Rey de Tebas, sabio entre los sabios, y padre amantísimo de la pequeña Antígona.

Al oír las palabras de Edipo, la Esfinge echó la cabeza hacia atrás y abrió grandemente su boca sin emitir sonido alguno, pues la risa (don de los dioses y los hombres) le había sido vedada, lo mismo que el llanto (sólo la palabra humana y el rugido feroz le habían sido donados por el divino Apolo). Antígona se sintió entonces entre dos abismos: la ceguera de su padre y la muda risa sarcástica de la Esfinge, y un silencio de muerte se cernió sobre su corazón virgen.

Un pájaro de grandes alas escapó estrepitosamente de una gruta de la cima; Edipo soltó el brazo de su hija, y apretó el mango del puñal que llevaba en un pliegue de su túnica.

—Padre —le dijo Antígona, deteniéndolo—, es el eco de un aleteo que ha resonado en lo alto.

Edipo comprendió, y recobró su anterior postura.

—Mujer, tu belleza no puede turbarme. Estoy ciego. En aquellos días de nuestro primer encuentro te amé al verte, y es por eso quizás, y no por imprudencia, que la hoja de mi puñal se apiadó de tu corazón; pero eso no volverá a ocurrir. Interroga, y que Apolo, o el Destino que rige a los dioses y los astros, decida sobre nuestra suerte. Si resuelvo tus enigmas sin vacilar, te mataré, si quedo perplejo un instante, me devorarás.

En ese momento, Antígona advirtió una cicatriz morada debajo del seno izquierdo de la Esfinge, y la sobrecogió un súbito terror: “todo ha sido verdad”, pensó involuntariamente al mirar la huella dejada por el puñal de Edipo. Hasta que no había mirado aquella cicatriz, la historia de su familia había permanecido de algún modo en la niebla impenetrable del mito… ¡Tantos años habían pasado desde que Yocasta se quitara la vida y su padre se arrancara los ojos!, y ella era tan niña aún… La tragedia de su vida, por tanto, habíala concebido dentro de una atmósfera sublime, ideal, digna de ser cantada por los más inspirados rapsodas de Grecia; pero he aquí que aquella visión repentina le había hecho comprender de una vez que todo era verdad, y que la belleza de su historia era algo terrible. Los lúcidos ojos de miel se le anegaron, lo besó a su padre en la mejilla, y pronunció para sí su propio nombre como si acabara de conocerse a sí misma en ese instante.

—Edipo —dijo la Esfinge levantándose con vigor—, los poetas que han contado tu historia son amantes de la trilogía, como si el número tres tuviera alguna virtud.

—Dejemos la poesía ahora, Esfinge, e interroga —la interrumpió Edipo con determinación.

—Tres son los enigmas que deberás desentrañar, si deseas permanecer con vida.

—¡No! —gimió Antígona interponiendo su cuerpo blanco entre los dos rivales. Pero Edipo la tomó de los brazos y la apartó con suavidad:

—No temas, hija mía, —le dijo— ¿hay acaso en este mundo algo que pueda dañarnos?

—Antígona no respondió, y el triste llanto le mojó el rostro empalidecido.

—Que sean tres los enigmas —dijo Edipo alejando a Antígona de su lado, y adelantando el pie izquierdo como si se aprestara pelear.

La Esfinge se agazapó, y avanzó hacia el anciano soltando un rugido de satisfacción.

—Edipo, Rey de Tebas —le dijo al fin, como si el tiempo no hubiera pasado—, resuelve si puedes, desgraciado mortal, el enigma de la Esfinge sagrada: ¿quién eres tú?

Edipo se sonrió victorioso, y dando un paso hacia el monstruo voraz, dijo con voz entera:

—Yo, Edipo, el anciano, el que conoció todos los honores de la Tierra, el que amó la justicia por sobre todas las cosas, el que miró cara a cara a la Esfinge, el que venció a su padre en sí mismo para ser el Rey libre de los hombres y el amado de los dioses, yo, el justo, el sufriente, el piadoso, que amó a su madre hasta el paroxismo, que hizo de cada mujer su hija y hermana, que conoció el poder de este mundo y lo despreció por ideales más nobles como la soledad y la dolorosa memoria, yo, el que ahora vaga en la sombra de la vejez como un mísero mendigo que masculla el pan cotidiano de un verso o un divino pensamiento, yo, Edipo, soy Sófocles, el poeta de Atenas, el predilecto de Apolo.

La Esfinge se quedó inmóvil y en completo silencio con una zarpa alzada, como la fiera que espera detrás de los arbustos la ocasión para saltar sobre su presa, y luego de un momento de suspenso habló nuevamente con la entonación grave propia de una sibila:

—Edipo, Rey de Tebas, resuelve si puedes, desgraciado mortal, el enigma de la Esfinge sagrada: ¿quién es Antígona?

Edipo oyó el segundo enigma, y lo mismo que con el primero, no vaciló, pero su voz sonó esta vez conmovida, al borde del quebranto, y todo su viejo cuerpo se empequeñeció por la congoja:

—Antígona, luz verdadera de mis ojos, dispuesta a todos los sacrificios; la de ojos melíferos, la niña pensativa que crié en el palacio de Tebas y que un día habría de guiarme a través de las tinieblas de mi espíritu; la de las bellas palabras, la que ve más allá del mundo visible a través del velo sombrío de mi dolor…

Se detuvo e inclinó la cabeza; la Esfinge, entonces, avanzó un paso hacia Edipo, pero éste se repuso, y prosiguió diciendo con renovado ímpetu:

—Antígona, fruto imposible de un maridaje entre mi alma y mi sangre; cuerda tensa de lira que me infunde en silencio cada vibración de su pensar; único sostén de mi cuerpo agobiado en esta hora penúltima… Antígona… ¡Es el Arte!

El horizonte estaba coronado por un arco iris inmenso, y soplaba un viento frío que revolvía de un modo extraño la melena de la Esfinge, como si ésta hubiera comenzado a encolerizarse por la sabiduría de Edipo. Antígona permanecía en silencio, con las manos juntas sobre el pecho, emocionada por la reciente revelación.

La Esfinge torció su boca con furia, rugió sordamente, y avanzó hasta quedar a sólo un paso de Edipo.

—Edipo, Rey de Tebas —dijo una vez más—, resuelve si puedes, desgraciado mortal, el enigma de la Esfinge sagrada: ¿quién soy yo?

—¡Tú! —dijo Edipo sin hacerse esperar—, la bella Esfinge que devora a quien no desentraña los sagrados enigmas, y castiga con un destino de dolor a quien sí los desentraña creyendo que obtendrá una dicha inacabable; ¿quién puede resistirse a tu belleza? ¿quién puede escapar a tu celo feroz? Habitas en las cavernas del sueño y en las vastas praderas de la vigilia, acechando al hombre en cada pensamiento y en cada efusión de su voluntad; ruges, y nuestra sangre se alza, duermes, y nuestro cuerpo se impregna de un dulce sopor; te desperezas, y un niño sale del vientre de la madre a este mundo de peligros; das un zarpazo al aire, y un joven de un extremo del orbe, sano como un buey, se desploma inerte hasta el fondo de la tierra; tú, Esfinge, a quien tanto he amado, y a quien he maldecido en la hora del horror… ¡Tú eres la Vida misma!

Y diciendo esto, aferró con su diestra la melena de la Esfinge, sacó el puñal que llevaba oculto en un pliegue de su túnica, y se lo hundió en el pecho justo donde estaba la antigua cicatriz; pero esta vez la hoja traspasó el corazón de la fiera de un modo certero, y la Esfinge, tras lanzar un rugido potente al cielo, rodó por tierra con un rictus de estupor.

Antígona corrió a abrazar a su padre que, con la túnica bañada en sangre bermeja, permanecía en pie oyendo los estertores del felino agonizante.

—¡Padre mío! —exclamó Antígona rodeándolo con sus brazos—, y las lágrimas no le dejaban de correr.

—Hija, abandonemos este sitio —dijo Edipo con la voz apagada, y echó a andar respirando con agitación; pero no había dado tres pasos cuando las piernas le flaquearon, y cayó en tierra sin que Antígona lo pudiera evitar.

—Padre… —balbuceó la hija fiel.

Pero Edipo, moviendo en vano la cabeza como queriendo encontrar con sus ojos vacíos la mirada de Antígona, exhaló su último suspiro, y era el preciso momento en que la Esfinge había dejado de existir. Antígona, a su vez, tomó la cabeza de su padre con las dos manos (igual a una sacerdotisa que alza el cáliz del sacrificio), besó la frente con extrema dulzura, se reclinó sobre su pecho inmóvil, y prodigiosamente envejeció en un instante hasta morir. Seguidamente, el sol se tiñó de negra sangre, las estrellas de la bóveda cayeron en pleno día, y en una gruta de la cima de la montaña de Apolo, resonó un estrépito de alas que nadie oyó.

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